sábado, 28 de octubre de 2017

El muro de las tormentas.



La historia es la larga sombra que el pasado proyecta sobre el futuro. Las sombras, por naturaleza, carecen de detalles."

«Dices ser el dios de la guerra, pero la guerra no es solo la música de la espada de acero al batir contra el escudo de madera, o el coro de flechas precipitándose sobre las armaduras de cuero. La guerra es también el arte de luchar teniendo todo en contra.Te has acostumbrado a lograr sin apenas esfuerzo la victoria contra simples mortales, aunque se les considere héroes. Pero la guerra no son solo victorias, también consiste en combatir y perder, perder para volver a combatir. Un dios de la guerra es también el dios de quienes están atrapados en la rueda de la lucha perpetua, que combaten a pesar de conocer su derrota segura, que se mantienen junto a sus compañeros frente a las lanzas, las catapultas y el metal reluciente, que, armados solo de su orgullo, se afanan y prueban, perseveran y se esfuerzan, sabiendo todo el tiempo que no pueden vencer.
No solo eres el dios de los fuertes; también eres el dios de los débiles. El valor se demuestra mucho más cuando parece que todo está perdido, cuando la desesperanza se presenta como la única opción racional.
El verdadero valor consiste en seguir esforzándose por ver cuando a tu alrededor todo es oscuridad».


 “El conocimiento es un vehículo que avanza mediante errores y callejones sin salida. Forma parte de la naturaleza de la historia que los surcos dejados por sucesos anteriores persistan a lo largo de los siglos."

Ken Liu: El muro de las tormentas.

domingo, 15 de octubre de 2017

Belerofonte.



El triste final de Belerofonte está ya evocado en la Ilíada, por boca de su descendiente Glauco, en el canto VI, versos. 152-205. Nieto de Sísifo, el hijo de Eolo, Belerofonte —al que el texto califica de “irreprochable”, pues tanta “valentía y belleza le dieron los dioses”— es uno de los famosos héroes antiguos vencedor de famosos monstruos (como la Quimera) y provisto de auxiliares mágicos (como su caballo alado Pegaso). Pero un héroe que, tal vez por su excesiva arrogancia, la funesta hybris, incurrió en la ira de los dioses y tuvo un final ejemplarmente amargo y sombrío.
Demos un breve resumen de su heroica trayectoria. Por lo que sabemos, abandonó su patria Efira (Corinto), tal vez por haber cometido algún delito de sangre, y se refugió en la corte del rey de Tirinto, Preto. Este lo acogió amistosamente, pero su esposa, Antea o Estenebea (el nombre varía según autores) se enamoró del bello huésped e intentó seducirlo. Al ser rechazada por él, lo calumnió ante su marido, afirmando que la había acosado. Preto creyó sus palabras, pero no se atrevió a dañar a su huésped, así que lo envió, con una misiva en que ordenaba matar al portador, a la corte de su suegro Yóbates, rey de Licia. Tampoco este quiso cumplir por su propia mano el encargo, y envió a Belerofonte a realizar una serie de hazañas mortíferas.
La primera, acabar con la Quimera, el monstruo feroz de cuerpo de cabra, cabeza de león y cola de serpiente, que vomitaba fuego. Belerofonte emprendió la aventura montado en su caballo Pegaso, blanco y alado, un prodigioso animal surgido del gaznate de la gorgona Medusa, cuando fue decapitada por Perseo. (La doma del famoso Pegaso la relata el poeta Píndaro, al que citaré luego). Desde su caballo con alas, el héroe asaetó al monstruo. Superó luego las otras dos pruebas impuestas por Yóbates: derrotó a los sólimos, guerreros temibles, y también a las amazonas, no menos belicosas. Y superó también la emboscada que el rey le había preparado, dando muerte a sus mejores guerreros.
Abrumado por las victorias de Belerofonte, Yóbates desistió de su venganza y, para consolidar su amistad, le ofreció a su hija como esposa y lo designó heredero de su trono. Y con el fin de disculpar sus anteriores trampas, le mostró la carta enviada por Preto. Así que entonces Belerofonte regresó a Tirinto para vengarse de la pérfida Antea. Le propuso que se fugara con él, y que emprendieran raudos el viaje montando en su alado Pegaso. Pero luego, ya en pleno vuelo, la arrojó desde lo alto al mar.
Después de tantas hazañas y triunfos, Belerofonte se propuso una extremada aventura. Quiso, en un acto de suma arrogancia, llegar hasta el cielo montado sobre Pegaso para irrumpir en el mundo de los dioses. Pero el insolente intento provocó el furor de los olímpicos, de modo que Zeus decidió derribar al héroe de su montura. Y Pegaso descabalgó a Belerofonte, que cayó y se estrelló contra la tierra. Según una versión, ahí murió. Según otra, la que evoca Homero, el batacazo no lo mató, pero maltrecho y casi loco, fue condenado a vagar sin rumbo y solitario por la llanura desértica de Aleya.
Recordemos los versos en que Píndaro celebra las victorias de Belerofonte, que domó a Pegaso con bridas de oro y lo montó en sus magníficas proezas.

El poder de los dioses hace que se culmine ligera
una empresa que sobrepasa el juramento y la esperanza.
Así fue como el valeroso Belerofonte,
enardecido, tensando alrededor de la quijada
el dominante freno, sujetó
al caballo alado. Nada más montar,
con su armadura de bronce, lo cabalgaba con pasos de guerra.
Con él disparó contra las Amazonas
desde el helado seno del yermo éter
y dio muerte a ese ejército de mujeres arqueras,
y también a Quimera, que exhalaba fuego, y a los Sólimos. 
Yo mantendré en silencio su destino funesto.
Pero al caballo lo acogen los antiguos pesebres de Zeus.

En otro poema (Ístmica VI, 39 y siguientes), Píndaro evoca a Belerofonte como ejemplo de quien anhela lo que está más allá de lo accesible a los humanos:

Que la envidia de los dioses no me alcance,
pues en paz persigo la cotidiana dicha,
rumbo a la vejez y al destino que a mi vida
aguarda, pues morimos todos por igual,
aunque la fortuna sea distinta. Cuando uno apunta a lo lejano,
menguado es para alcanzar la sede de los dioses,
de broncíneo suelo. Por eso el alado Pegaso derribó
a su amo Belerofonte cuando pretendía llegar
a los cimientos del cielo a reunirse en asamblea
con Zeus. Al anhelo contrario a la justicia
le aguarda el más amargo final.

Mientras que el alado Pegaso sigue trotando y volando por los cielos del Olimpo —pues recordemos que era de estirpe divina, nacido de la sangre de la Gorgona—, a Belerofonte, tras su espléndida y triunfal carrera heroica, le perdió su excesiva soberbia. Creyó poder elevarse hasta los dioses cabalgando su mágico corcel a través de los aires hacia el alto Olimpo, y acabó estrellado miserablemente. Píndaro silencia en un poema su triste final, diplomáticamente —ya que era un epinicio en honor de los héroes de Corinto—, pero en el otro, cuando elogia la cordura como ideal de vida, lo que los griegos llamaban sophrosyne, recuerda cómo a tan gran héroe su extremada arrogancia, su hybris, le perdió.
Eurípides escribió dos tragedias sobre este héroe: Belerofonte y Estenebea. Conservamos tan solo algunos fragmentos de ambas. Y son especialmente interesantes los de la primera, que al parecer concluía con el amargo lamento del héroe, fracasado, solitario y enloquecido. En el curioso texto del Pseudoaristóteles sobre la melancolía (Problemas, XXX) figura Belerofonte como ejemplo de gran héroe melancólico, al lado de Ayante y de Heracles.

Carlos García Gual - La muerte de los héroes

domingo, 8 de octubre de 2017

Los elementos fundamentales del código moral nórdico.

Donato Giancola  "Eric Bright-Eyes in Battle"

  Los autores de las sagas han aunado de modo inseparable los temas de la muerte y de los muertos. Son variaciones éticas que muestran cómo los vikingos desde su juventud se sentían sometidos a la ley del desprecio a la vida y a la de la familiaridad con los muertos.
 «Creo en mi fuerza, y en nada más» La idea de «fuerza» está en lo más alto de la escala de sus valores. Sin embargo, sería demasiado simple considerarlos unos inconsiderados y ruidosos adoradores de la fuerza. En su entrega a los impulsos ciegos del cuerpo y del alma había un rasgo mítico. Los vikingos amaban la lava del sentimiento volcánico y vivían en elemental comunidad con sus impulsos. La debilidad se les aparecía como vergüenza y fracaso, más aún: como un crimen. Conseguir la fuerza, poseerla y mostrarla era para ellos su exclusiva misión en la vida.
   Nunca se ha formulado con una dureza más insólita el nulo aprecio en que se tiene la vida humana. Ni siquiera los panegiristas de la vida nórdica han conseguido hacer comprensible este rasgo presentándolo como elemento fundamental de una primitiva ética guerrera. Los científicos actuales evitan interpretar semejantes historias y caracterizan el «hábito psíquico de los vikingos» como parte de un mundo en el cual aún no se había descubierto el concepto de la moral y en que la vida humana estaba sometida a la brutalidad de las leyes de la naturaleza.
  Cierto que estaba permitido matar a un hombre, pero el código de honor vikingo exigía que para hacerlo, al menos entre iguales, se respetasen ciertas reglas, y las dos partes arriesgasen la cabeza y el cuello. Matar por la espalda o amparado en la oscuridad se consideraba despreciable y se juzgaba en consecuencia; en los casos graves incluso se penaba con el destierro. El robo también había que hacerlo a cara descubierta: el botín era algo completamente distinto de un hurto vulgar y despreciable.
  No obstante, la moral vikinga exigía no sólo estar dispuesto para morir en cualquier momento durante el combate, sino también la capacidad máxima de dominio de sí mismo. En el catálogo de los ideales vikingos ocupa un lugar preponderante, junto al desprecio perpetuo a la muerte, una indiferencia estoica. Este espantoso código de costumbres exigía, incluso de un condenado a muerte, que estuviese sereno y despreocupado hasta el último momento; según una nota marginal de Adam de Bremen, el condenado iba «al lugar de la ejecución tan contento como a una fiesta».
  El culto al dominio de la voluntad, que Lessing comparó con una «llama clara y devoradora», ha encontrado igualmente en las sagas «una glorificación espontánea y áspera». El reproche de que uno ha llorado o «ha tenido un temblor de llanto en la garganta» resulta intolerable. Hay que burlarse de las quejas de los heridos, y las sagas describen con vivos colores como a los valientes no se les nota si el hierro de una lanza se les ha clavado bajo la rodilla o la punta de la flecha en la garganta. Cuando el auténtico guerrero recibe el golpe no debe apartar la cabeza, y si la espada le rompe la frente no debe pestañear. Y no se trata de figuras poéticas, sino de convicción popular recogida en las sagas históricas como se recogían las hazañas de los héroes.
  De la desenfrenada admiración por la fuerza surgía un código moral que obligaba severamente a los vikingos, desde muy jóvenes, a adquirir cualidades tales como ánimo, valentía, intrepidez, audacia, voluntad de autoafirmación, iniciativa y fortaleza espiritual.
  Para los vikingos, más importante que el cálculo, leer y escribir era el favor del destino, lo cual constituía para ellos la suerte y que no podían representarse de otra manera que como un don del cielo. Las sagas y las canciones de los bardos lo llaman lo «sagrado» y con ello quieren significar como una herencia metafísica que los dioses otorgan a sus favoritos desde la misma cuna. Porque lo sagrado significa lo mismo que éxito, y el éxito creaba el prestigio, la fama y el honor, valores éstos colocados incluso por encima de la vida.
  El vikingo, tal como exigía el código moral nórdico, colocaba su honor por delante de todo, y siempre lo consideraba el elemento primordial de su vida que debía conservar y defender. No resulta nada fácil definir el concepto que del honor tenían los vikingos.
  Según la concepción de los vikingos, el honor no era tanto una cosa de apreciación íntima como de respeto por parte del prójimo, una muestra del prestigio público y una reputación no puesta en tela de juicio por nadie, que se imponía mantener a toda costa. Expresado negativamente, el honor era el resultado de la permanente exigencia de «no dejarse rebajar por nada» y salir al encuentro de las ofensas más insignificantes poniendo en juego toda la persona. Si el vikingo no se comportaba así, su vida quedaba marcada con una mancha visible y la ofensa sufrida iba obrando en él como una llaga incurable que lo sometía a un inexorable proceso de descomposición.
  Decimos que las ofensas más insignificantes, incluso las involuntarias, se equiparaban con las ofensas más graves. No había necesidad de derramar sangre: una bofetada, una palabra dura, incluso una risa burlona bastaban para poner en marcha el mecanismo del desquite, siempre pronto en el vikingo.
  Todas las historias sobre este tema coinciden en mostrar que una ofensa sólo puede borrarse mediante una represalia total y que «a lo imprescindible del honor corresponde el deber inexcusable de la venganza». La venganza era un deber de la estirpe.
  El que no se sometía a este deber era objeto del desprecio general. Se le consideraba un hombre de categoría inferior, indigno de vivir en la comunidad de los hombres libres. El hombre que vacilaba en hacer expiar cualquier ofensa que le hubiesen inferido se granjeaba la cólera de su familia y a menudo la estirpe lo empujaba a vengarse. En este aspecto, las mujeres era tan duras como los hombres, incluso las madres.
  Sin venganza no hay honor, sin honor no hay vida. La venganza no era sólo un hacer expiar una injusticia sufrida, sino una forma extremada de autoafirmación espiritual y moral, una manifestación contundente de la propia existencia. El cumplimiento de la venganza, que la mayoría de las veces se ejecutaba con la misma sangre fría que un complicadísimo negocio, venía a considerarse como una especie de nuevo nacimiento, como el comienzo de una nueva vida.
  La consecuencia inmediata del culto vikingo al honor y a la venganza era la multiplicidad de disputas que se reñían constantemente y por todas partes. Se ha comprobado que sólo en las sagas islandesas se habla de más de quinientos combates de familias y de estirpes, narrándose con todo detalle las fórmulas conforme a las cuales se ejercían las represalias y se celebraba el éxito de las mismas.
  El mandamiento de la venganza seguía en pie aunque al ofendido se le ofrecieran satisfacciones de toda índole. En este aspecto los vikingos practicaban «la virtud de la paciencia». Una venganza era tanto más apreciada cuanto más racionalmente y a largo plazo estaba concebida, libre de la excitación del primer momento. Si bien la represalia espontánea también se aceptaba, no se le concedía el mismo valor que a una represalia organizada con todo detalle.
 Además, cuanto más fue afirmándose en Islandia o en la muy poblada Jutlandia la sociedad campesina nórdica, tanto más resultó imperiosa la necesidad de resolver jurídicamente el problema de la venganza sangrienta y la posibilidad de borrar las ofensas no sólo mediante la sangre, sino por otras compensaciones. En tales casos, el honor de los ofendidos se restauraba mediante entregas materiales cuya cuantía fijaba el Thing.
  Pero esta forma de arreglo pacífico no parece que se hiciera muy popular. «Vender al hermano por anillos o meter al padre en la bolsa» no se ajustaba mucho al concepto vikingo de la moral del honor y de la venganza. En realidad, de los quinientos casos de disputa que conocemos por las sagas, sólo unos treinta se resolvieron pacíficamente por el arbitraje del Thing.
 Rudolf Pörtner,  Die Wikinger-Saga.