lunes, 5 de abril de 2021

La cruz y el martillo: cristianos y paganos en el norte de Inglaterra.

Sergey Shikin

En el año 954, el reino vikingo de York —configurado a partir del reino anglosajón de Northumbria— era gobernado por reyes escandinavos. Había ocurrido en ciertas épocas que reyes del sur se habían impuesto, pero luego el péndulo del poder se había inclinado en favor de los gobernantes vikingos. Al principio se trató de guerreros daneses que habían llegado con el Gran ejercito pagano y después fueron noruegos del reino de Dublín. Lo más destacable es que eran paganos; ya fuera de manera activa o en su círculo cultural inmediato, eran representantes del mundo del norte que creían en Odín y en Thor. Ahora se habían convertido en herederos del reino cristiano primigenio de la Inglaterra anglosajona, el lugar donde los reyes se hicieron primero cristianos en el 627. ¿Qué tal le fue al cristianismo en este contexto?

En el 867, los gobernantes políticos de Northumbria fueron eliminados por los invasores vikingos. A los restos de las élites de Northumbria no les quedó más remedio que hacer las paces con los líderes del ejército vikingo, una paz impuesta por los vencedores. Años después, en el siglo XIII, Roger de Vendover se apoyaba probablemente en auténticas tradiciones del norte (ya desaparecidas) cuando enumeraba las consecuencias amargas de la victoria de los vikingos en York en el 876: «Y entonces estos vencedores abominables, los daneses, asolaron toda la provincia de Northumbria hasta la misma desembocadura del río Tyne». Fueron tiempos difíciles para vivir en el norte, y ningún revisionismo moderno debe llevarnos a ignorar este hecho.

La destrucción causada por la conquista vikinga se vio acompañada por nuevos ajustes políticos, porque los invasores ya no se contentaban con saquear y marcharse. Roger contó con un desconocido anglosajón, Egberto, que fue situado como rey clientelar, para que mandase en nombre de los victoriosos vikingos. Fue Simeón de Durham (muerto en 1129) quien puso por escrito hasta dónde llegaban estos poderes; Simeón, como Roger, tuvo para ello acceso a fuentes que ya no están disponibles. Explicó que Egberto fue rey «sometido a la dominación de aquellos». Su autoridad se restringía a orquestar un Estado títere, el componente meridional (en Bernicia) del reino de Northumbria, más allá del río Tyne. Los nuevos monarcas vikingos mantuvieron a York bajo su control directo, lo cual no es sorprendente, pues era la parte más rica de Northumbria. Consistía en el área (que en su tiempo fue un reino autónomo) llamada Deira, que contaba con unos terrenos agrícolas ondulados y las rutas comerciales que operaban a partir del estuario del Humber. Al micel hæðen here le había ido bien desde que desembarcase en Anglia Oriental en el 866: ahora controlaba directamente la región más rica de Northumbria y acaudillaba militarmente el norte, que nominalmente permanecía bajo autoridad anglosajona.

Esto dejaba a los habitantes de Northumbria con el dilema de si aceptar o no el nuevo statu quo. Está claro que, aunque algunos eran reacios a hacerlo, otras secciones importantes de las élites del norte se alinearon con la nueva situación. En el 872, de acuerdo con Roger de Vendover, algunos de ellos se rebelaron contra los jefes vikingos. Estos rebeldes (que sin duda se consideraban los auténticos patriotas del norte) expulsaron al rey-títere Egberto y a Wulfhere, arzobispo de York. La revuelta fracasó y Wulfhere volvió a York en el 873. Lo fascinante de este episodio es que el arzobispo cristiano y el cristiano rey-títere eran ambos considerados integrantes del bando vikingo.

El arzobispo estaba cooperando claramente con el nuevo régimen dominante vikingo. ¿Cómo tenemos que tomárnoslo? Tal vez nos parezca oportunista y traidor, pero es seguro que el clérigo habría opinado otra cosa. Al forjar esta relación con los nuevos gobernantes, es casi seguro que pensó en reducir el daño a las iglesias locales y a la administración de la Iglesia en general. Los tiempos habían cambiado y él tendría que decidir cómo operar mejor en una situación en la que los gobernantes vikingos parecían haber llegado para quedarse. En esto, al menos, Wulfhere estaba en lo cierto, pues, aunque quedaban muchas turbulencias por vivir, el dominio vikingo no fue una fase pasajera. Los reyes anglosajones no volverían a gobernar con seguridad Northumbria hasta la caída de Erik Hacha Sangrienta y el colapso del reino vikingo de York en el 954, para lo cual quedaba mucho.

Como hemos visto, cuando eso ocurriese finalmente, el norte no lo saludó como algo bueno. Se sintieron resentidos por lo que consideraban un dominio ilegítimo de las dinastías del sur, a pesar de tratarse de elementos anglosajones y cristianos. Mucho mejor un rey local gobernando desde York (aunque fuese escandinavo), cercano a las élites del norte y sus intereses, que aceptar ser un lugar marginal dentro de un reino cuyo centro de gravedad política caía mucho más al sur. Para estas gentes, su identidad política local y regional sería mucho más importante que cierta identidad nacional inglesa. Corremos el riesgo de leer mucho de lo que les ocurrió desde una perspectiva posterior si nos inclinamos por la hipótesis de la traición, que es verlo también más bien como lo veían los gobernantes del sur. En el norte las cosas se veían algo distintas. Desde su perspectiva, la aparente traición cultural de Wulfhere pudo ser vista como Realpolitik estilo norte. Con todo, en el 872 el asunto se complicó aún más y se hizo más sensible desde un punto de vista cristiano, porque los gobernantes vikingos seguían siendo paganos. La decisión de Wulfhere no fue fácil.

Martyn Whittock y Hannah Whittock. Los vikingos De Odín a Cristo.