lunes, 24 de noviembre de 2014

Laberintos.


Existe en torno al laberinto un componente grande de ambigüedad, al igual que con lo relacionado con su morfología, incluso a veces pudieran parecernos contradictorias algunas de sus características. Es su propia naturaleza impregnada de sacralidad y contradicciones, que sin embargo dejan traslucir una sólida y coherente red llena de sentido. De todas las clasificaciones de laberinto, interminables, quizá la más sencilla sea la de Umberto Eco; que distingue tres modelos fundamentales:
El primero es el laberinto llamado «univiario», pues al recorrerlo somos presa de la angustia que produce percibir que ya no podremos salir nunca de él, aunque su recorrido se genera en realidad de una manera simple, pues no es otra cosa que una cuerda enrollada, con sus dos cabos. Así quien entra por un lado, sólo podrá salir por el opuesto. Se trata del laberinto clásico, que no tendrá hilo de Ariadna, porque lo es en sí mismo. Para que tal laberinto resulte menos aburrido, en el centro tiene que encontrarse el Minotauro. El problema que plantea no es por dónde se va a salir, sino si se podrá salir vivo de él. El laberinto univiario es la imagen de un cosmos de habitabilidad complicada, pero en última instancia, ordenado. Una mente lo ha concebido. No es necesario tomar ninguna decisión pues solo hay una vía posible.
El segundo es el «manierista». Tiene una estructura de árbol, devanarlo pues implica adentrarnos en una frondosidad sin límites, con infinitas ramificaciones, de las cuales casi todas se dirigen a un punto muerto; sólo la solución de un dilema binario conduce a la salida. Laberinto difícil porque puede forzarnos a volver infinitamente sobre nuestros pasos y eso nos puede condenar a errar permanentemente. La superación de un laberinto con múltiples direcciones, como este, con encrucijadas en donde debemos descubrir cuál es el camino correcto, exigirá que nuestras mejores herramientas sean la inteligencia y la memoria o, en su defecto, la fortuna. A veces no incorporan monstruo en el interior.
Por último, el laberinto «rizoma» o red infinita, donde cada punto puede conectarse con todos los restantes puntos, dando lugar a una sucesión de conexiones que no tiene fin. Los caracteres principales de un rizoma son tales que a diferencia de los árboles o de sus raíces, el rizoma conecta cualquier punto con otro punto cualquiera, cada uno de sus rasgos no remite necesariamente a rasgos de la misma naturaleza; el rizoma pone en juego regímenes de signos muy distintos e incluso estados de no-signos. El rizoma no se deja reducir ni a lo Uno ni a lo Múltiple. No tiene ni principio ni fin, siempre tiene un medio por el que crece y desborda. En este laberinto no hay un centro, no tiene periferia, no existe interior ni exterior, en él hasta los errores pueden dar lugar a soluciones que compliquen el problema; las conexiones no solo lo agrandan sino que lo transforman. No deberemos perder el tiempo en encontrar una lógica que lo gobierne, no la tiene, como tampoco buscaremos al monstruo, pues el monstruo es el propio laberinto. No tiene salida, porque es potencialmente infinito.

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