Ilustracion: Sergey Shikin
De jóvenes, ardemos en deseos de entrar en batalla. A la luz de las crepitantes hogueras que arden en las enormes salas comunes de nuestros caseríos, escuchamos esos cantares que hablan de héroes, de cómo derrotaron a nuestros adversarios, de cómo desbarataron muros de escudos y tiñeron sus espadas con la sangre de nuestros enemigos. De chavales, embobados escuchamos los alardes de los guerreros, sus risotadas al acordarse de alguna batalla, sus orgullosos gruñidos de satisfacción cuando su señor rememora la actuación que tuvieron en alguna victoria memorable. Y esos chavales que nunca han luchado, que nunca se las han visto empuñando un escudo contra el del contrario en un muro de escudos, se sienten humillados y menospreciados. Por eso nos preparamos tan a fondo. Día tras día, ya sea con lanza, espada o escudo, no hacemos otra cosa que practicar. Empezamos de niños, aprendiendo a manejar la espada con armas de madera y, hora tras hora, nos atizamos y nos llevamos nuestras buenas tundas. Peleamos con hombres que nos hacen daño físicamente solo para que sepamos lo que es, aprendemos a no llorar cuando la sangre de una brecha abierta en la cabeza nos cae sobre los ojos, y así es cómo, poco a poco, aprendemos el manejo de la espada.
Hasta que llega el día en que recibimos la orden de marchar con el resto de los hombres, ya no como esos niños que han de guardar los caballos y afanar las armas desperdigadas al concluir la batalla, sino como hombres. Con un poco de suerte, disponemos de un viejo yelmo abollado y un jubón de cuero, incluso de una cota de malla que pesa como un morral. Empuñamos una espada mellada y un escudo cosido a tajos propinados por nuestros enemigos. Somos casi hombres, pero todavía no somos guerreros, hasta que llega el día aciago en que hemos de vérnoslas con un enemigo por primera vez y escuchamos el fragor de la batalla, el aterrador estruendo de espadas contra escudos, y comenzamos a darnos cuenta de lo errados que andan los poetas, de las mentiras que contienen sus ampulosas composiciones. Porque, incluso antes de que se produzca el choque de dos muros de escudos, algunos hombres se cagan encima. Tiemblan de miedo. Se atiborran de hidromiel y cerveza. Algunos alardean, pero la mayoría guarda silencio, a menos que no se unan a aquellos que profieren gritos de odio. Los hay que, entre risas nerviosas, les da por contar chistes. Otros vomitan. Los jefes nos arengan, nos hablan de las hazañas de nuestros antepasados, de que nuestros enemigos no son sino escoria, de la suerte que les aguarda a nuestras mujeres y a nuestros hijos si no nos alzamos con la victoria, mientras, entre los dos muros de escudos, desafiantes, se pavonean los adalides del rival, animándonos a entablar singular combate, y esos campeones de nuestros adversarios se nos antojan invencibles. Porque son hombres fornidos, malencarados, cargados de oro y luciendo resplandecientes cotas de malla, seguros de sí mismos, altaneros, despiadados.
El muro de escudos hiede a mierda, y todos los hombres preferirían estar en sus casas o en cualquier lugar menos en aquella campa donde se va a librar la batalla, pero ninguno de nosotros se atreve a dar un paso atrás o a salir corriendo, porque, de hacerlo, seremos objeto de escarnio de por vida. Fingimos que estamos allí por gusto, y cuando, por fin, paso a paso, el muro de escudos se pone en movimiento, el corazón nos late tan deprisa y con tanta fuerza como las alas de un pájaro en pleno vuelo, y hasta el mundo se nos antoja irreal. Dejamos de pensar, somos presa del pánico, y entonces recibimos la orden de avanzar más deprisa, y echamos a correr o avanzamos a trompicones, pero mantenemos la posición, porque, por fin, ha llegado el momento para el que llevamos preparándonos toda la vida, y entonces, por primera vez, oímos el formidable estruendo del choque de dos muros de escudos, el fragor de las espadas, y empiezan los gritos.
Y ya nunca tendrá fin.
Hasta que el mundo se consuma en el caos de Ragnarok, lucharemos por nuestras mujeres, por nuestras tierras y por nuestros hogares. Algunos cristianos hablan de paz, de los horrores de la guerra, pero ¿acaso hay alguien que no aspire a la paz? Pero, en ese momento, siempre aparece algún guerrero que, trastornado, a voces, te grita el odioso nombre de su dios a la cara, y que solo confía en mataros, en violar a vuestras mujeres, en convertir en esclavas a vuestras hijas, en arrebataros vuestras tierras, y no queda otra que luchar por eso. Luego, veréis hombres que, con las tripas desparramadas por el barro o con la cabeza abierta, allí se dejan la vida, otros a quienes les han sacado los ojos, y oiréis cómo se ahogan y jadean, cómo lloran y gritan. Veréis morir a vuestros amigos, andaréis a trompicones porque resbalaréis en las tripas de vuestros enemigos, miraréis a un hombre a la cara mientras le hundís la hoja en la barriga, y, si las tres hilanderas que tejen los hilos de nuestras vidas a los pies de Yggdrasil están de vuestra parte, sabréis lo que es el éxtasis de la batalla, la euforia de la victoria, la tranquilidad de seguir con vida. Luego, volveréis a casa, y los bardos compondrán algún cantar sobre aquella batalla y, quién sabe, a lo mejor hasta se acuerdan de vuestro nombre y, entonces, os jactaréis de vuestras proezas, y, con temor reverencial, los chavales os escucharán, pero nada les diréis de semejante horror. Nada les diréis de lo impresionados que estabais al ver los rostros de aquellos a los que matabais, de cómo en su último aliento os suplicaban una piedad que no les otorgasteis. Nada les diréis de esos muchachos que morían llamando a gritos a sus madres, mientras vosotros les retorcíais la hoja en las tripas, mientras los maldecíais en su propia cara. Nunca confesaréis que, por las noches, os despertáis bañados en sudor, con el corazón latiendo tan fuerte como si se os fuese a salir del pecho, aterrados al recordar lo que habéis visto. No hablaréis de eso, porque en eso consiste el horror, un horror que se lleva en lo más hondo del corazón, un secreto, y admitirlo sería como admitir que tuvimos miedo, y nosotros somos guerreros.
Bernard Cornwell - El Portador de la Llama.
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