En el barranco de Lungmen se levantaba hace mucho, mucho tiempo un árbol Kiri que era el verdadero rey de la selva. Tenía tan alta la cima que podía conversar con las estrellas, y tan profundas sus raíces en la tierra, que sus anillos de bronce se mezclaban con los del dragón de plata que dormía en sus entrañas. Y ocurrió que un hechicero hizo de este árbol una arpa maravillosa, que sólo podía ser dominada por el más grande de los músicos. Durante siglos, esta arpa formó parte del tesoro de los emperadores de China, pero jamás, cuantos intentaron arrancar de ella algún sonido, vieron sus deseos coronados por el éxito. Sus esfuerzos titánicos sólo lograban arrancar de ella unas notas impregnadas de desdén; poco en armonía con los cantos que pretendían obtener.
El arpa rehusaba reconocer un dueño.
Vino por fin Peiwoh, el príncipe de los arpistas. Acarició el arpa como se acaricia un caballo indomable cuando se quiere calmarlo y pulsó dulcemente sus cuerdas. ¡Cantó las estaciones y la naturaleza toda, las altas montañas y las aguas corrientes, y todos los recuerdos aletargados en el árbol se despertaron!
Nuevamente la dulce brisa de la primavera se infiltró a través de las ramas. Las cataratas, al precipitarse en el arroyo, sonreían a los capullos de las flores. Otra vez se oían las voces soñadoras del verano con sus miríadas de insectos, el murmullo de la lluvia y el canto del cuclillo. ¡Oíd! Un tigre ha rugido y el eco del valle le responde. Es el otoño; en la noche desierta, la luna brilla como una espada sobre la hierba helada. El invierno; a través del aire lleno de nieve se agitan los torbellinos de cisnes y el granizo sonoro golpea las ramas con alegría salvaje.
Después Peiwoh cambió de tono y cantó el amor. Como un doncel enamorado, la selva se inclina delante de una nube parecida a una joven que vuela en las alturas; pero su paso arrastraba sobre el suelo largas sombras negras como la desesperación. Peiwoh canta la guerra; las espadas chocan y los caballos relinchan. Y en el arpa se levanta la tempestad de Lungmen; el dragón cabalga sobre el rayo, el alud se precipita desde las colinas con un ruido ensordecedor de trueno. El monarca Celeste, extasiado, pregunta a Peiwoh cuál es el secreto de su victoria. «Señor», contesta, «todos han fracasado porque sólo se cantaban a sí mismo. Yo he dejado al arpa escoger su tema y en verdad tengo que deciros que no sabía si era el arpa que dominaba a Peiwoh o Peiwoh que dominaba el arpa».
Este cuento muestra cuán difícil es el secreto del arte y cuán misterioso es su sentido. Una obra maestra es una sinfonía ejecutada con nuestros sentimientos más refinados. El verdadero arte es Peiwoh y nosotros somos el arpa de Lungmen. Al mágico contacto de la belleza, las cuerdas secretas de la belleza se despiertan y en contestación a su llamada vibramos y nos sobresaltamos.
El espíritu habla al espíritu; oímos lo que nos ha sido dicho, contemplamos lo invisible; el maestro arranca notas sin que sepamos de dónde. Recuerdos de largo tiempo olvidados vuelven a nosotros llenos de un nuevo significado. Esperanzas ahogadas por el temor, impulsos de ternura que no nos atrevemos a reconocer, se nos ofrecen rodeados de un nuevo esplendor. Nuestro espíritu es la tela sobre la que el artista pone los colores, los matices son nuestras emociones y el claroscuro está formado por la luz de nuestras alegrías y lo sombrío en nosotros y nosotros estamos en la obra maestra.
Kakuzō Okakura (1863 - 1913)
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