jueves, 19 de junio de 2014

El rey filósofo y el pueblo soberano.

Sisebuto. Rey visigodo (612 / 621) Fotografia: Jestormbringer 
  
     Así sólo la igualdad sigue siendo capaz de explicar una desigualdad que los desigualitaristas serán siempre incapaces de pensar. El hombre razonable conoce la razón de la sinrazón ciudadana. Pero, al mismo tiempo, la conoce como insuperable. Él es el único que conoce el círculo de la desigualdad. Pero él mismo está, como ciudadano, encerrado en ese círculo. «Sólo existe una razón, pero esa razón no ha organizado el orden social. Por eso la felicidad no sabría estar ahí.» Sin duda los filósofos tienen razón al denunciar a la «gente a sueldo» que intenta racionalizar el orden existente. Este orden no tiene razón. Pero se engañan persiguiendo la idea de un orden social al fin racional. Se conocen las dos figuras extremas y simétricas de esta pretensión: el viejo sueño platónico del rey filósofo y el sueño moderno de la soberanía del pueblo. Sin duda, un rey puede ser filósofo como cualquier otro hombre. Pero precisamente lo es como hombre. Como jefe, un rey tiene la razón de sus ministros, que a su vez tienen la razón de sus jefes de oficina, los cuales tienen la razón de todo el mundo. No depende de sus superiores, es verdad, solamente de sus inferiores. El rey filósofo o el filósofo rey forma parte de su sociedad; y ésta le impone como a los otros sus leyes, sus superioridades y sus corporaciones explicativas.

    También es por eso por lo que la otra figura del sueño filosófico, la soberanía del pueblo, no es más sólida. Pues esta soberanía que se presenta como un ideal que debe realizarse o un principio que debe imponerse siempre ha existido. Y en la historia resuena el nombre de aquellos reyes que perdieron su trono por haber despreciado esto: nadie reina si no es por el apoyo que le presta la masa. Los filósofos se indignan. El pueblo, dicen, no puede alienar su soberanía. Se responderá que quizás no puede pero que siempre lo ha hecho desde el principio del mundo. «Los reyes no hacen pueblos, y les gustaría hacerlos. Pero los pueblos sí que pueden hacer jefes, y siempre lo han querido.» El pueblo está alienado a su jefe exactamente igual como el jefe a su pueblo. Este sometimiento recíproco es el principio mismo de la ficción política como alienación original de la razón a la pasión de la desigualdad. El paralogismo de los filósofos es fingir un pueblo de hombres. Pero eso es una expresión contradictoria, un ser imposible. Sólo existen pueblos de ciudadanos, de hombres que alienaron su razón a la ficción desigualitaria.

    No confundamos esta alienación con otra. No decimos que el ciudadano es el hombre ideal engalanado con las pieles del hombre real, el habitante de un cielo político igualitario que cubre la realidad de la desigualdad entre los hombres concretos. Decimos al contrario que no hay igualdad más que entre los hombres, es decir, entre individuos que se ven solamente como seres razonables. Al contrario, el ciudadano, el habitante de la ficción política, es el hombre condenado al país de desigualdad.

El hombre razonable ya sabe que no existe ciencia política, que no existe política de la verdad. La verdad no zanja ningún conflicto del espacio público. Sólo habla al hombre en la soledad de su conciencia. Se retira en cuanto estalla el conflicto entre dos conciencias. Quien espera encontrarla debe, en cualquier caso, saber que va sola y sin comitiva. Las opiniones políticas, en cambio, nunca dejan de darse la comitiva más imponente: la Fraternidad o la muerte, dicen; o bien, cuando toca su turno, la Legitimidad o la muerte, la Oligarquía o la muerte, etc. «El primer término varía, pero el segundo siempre se expresa o se sobreentiende sobre la bandera, sobre los estandartes de todas las opiniones. En la derecha, se lee Soberanía de A o la muerte. En la izquierda, Soberanía de B o la muerte. La muerte nunca falta, conozco incluso filántropos que dicen: Supresión de la pena de muerte o la muerte.» La verdad no se sanciona; no se le agrega la muerte. Digámoslo según Pascal: siempre se ha encontrado el medio de atribuir justicia a la fuerza, pero no se está cerca de encontrar el medio de atribuir fuerza a la justicia. El proyecto mismo no tiene sentido. Una fuerza es una fuerza. Puede ser razonable utilizarla. Pero es desrazonable querer volverla razonable.
 Ja c q u e s Ra n c i è re El maestro ignorante

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