sábado, 3 de marzo de 2018

El sueño de Baldur.

Johan Egerkrans- Balder.

Baldur,  es un «héroe solar»; es lo que más se acerca a un dios solar en la mitología nórdica, descrito siempre como hermoso, luminoso y radiante. Su hermano gemelo Hod es su opuesto: ciego, lento, un dios de la oscuridad. La muerte de Baldur es la mayor tragedia que podía acontecer a Asgard, pues pone en movimiento la cadena de acontecimientos que lleva al ragnarok, el conflicto final del mundo.
En Baldrs Draumar («El sueño de Baldur»), un poema de las Edda, se nos dice que Baldur tenía sueños ominosos que alarmaron a los dioses (presuntamente se trataba de premoniciones de su muerte). Su madre Frigg obtuvo, como consecuencia, la promesa de que nada en el mundo dañaría a Baldur. Menos el muérdago. Pero ¿cómo algo tan pequeño e insignificante podía dañar a alguien? Sin embargo, un día, cuando los dioses estaban jugando, lanzando cosas a Baldur por el placer de verle caer al suelo sin hacerse daño, Loki se acercó a Hod y le propuso que participara en el juego. Quizá Loki estaba irritado por la ostentación de los dioses de la invulnerabilidad de Baldur; tal vez se tratara sólo de su acostumbrada malevolencia gratuita; el caso es que puso un dardo hecho de muérdago en la mano de Hod y le incitó a probar su puntería. Hod lanzó el dardo y Baldur cayó muerto.
Podemos ver paralelismos con Sigurd, que es invulnerable salvo allá donde cayó la hoja de tilo. Baldur es invulnerable no en sí mismo, sino porque todo lo que está fuera de él acepta no dañarle, excepto el muérdago. Es una especie de versión al revés de Sigurd. Tal vez esas figuras perfectas y radiantes como el sol estén siempre condenadas porque son inseparables de sus propias sombras, las cuales, como inevitables pesadillas, siempre intentan debilitarlas y arrastrarlas hacia abajo, hacia la oscuridad y la muerte.
La diminuta zona vulnerable de la piel, la pequeña raja en la armadura del héroe, son el lugar por donde puede penetrar la muerte. La muerte no es, recordemos, algo opuesto a la vida, sino el corolario del nacimiento. La muerte es otra clase de vida, la vida del alma. El lugar débil e insignificante —la herida, la cicatriz, el talón de Aquiles— es a menudo, desde el punto de vista del alma, lo más significativo. Solamente lo ignora o desprecia el héroe heracleo que existe en nosotros, y así desdeña el sueño sobre la picadura del insecto, el escarabajo aplastado, la diminuta mancha en la alfombra, la gota de sangre en la nieve, la úlcera irritante del labio, el mínimo escape de agua en la tubería, la pérdida de fuerza del pelo cortado. Pero es en esos pequeños detalles —pequeños dáimones— donde el alma está más presente; o es a través de esas minúsculas hendiduras en el tejido de la realidad por donde podemos viajar, o ser súbitamente arrojados al Mundo Inferior.
Los encuentros con los sidhe incluyen con frecuencia un «toque» o un «golpe» que nos deja doloridos, marcados, incluso algo atontados. Una vez que recibimos el golpe de los dioses, somos llamados a curarnos a nosotros mismos mediante un viaje al otro mundo, un descenso a las profundidades.
Todos los acontecimientos daimónicos son así. Están en la frontera entre los mundos; podemos rechazarlos ignorándolos, ridiculizándolos, «explicándolos»; o podemos seguirlos hacia abajo hasta la imaginativa casa del tesoro de Hades, pues todo lo que parece especialmente trivial o absurdo a veces puede ser el mejor camino hacia una visión profunda.

 Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos

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